Heme aquí, envíame a mí

Una de las cosas que produce la presencia de Dios es la necesidad de mantenernos en santidad.

Y una cosa lleva a la otra. Si buscamos el rostro de Dios y tenemos intimidad con el Espíritu Santo, se produce en nosotros la convicción de pecado. El profeta Isaías estando en la presencia de Dios tuvo una visión de la Shekhiná, la gloria de Dios. “Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5). 

Una vez que el profeta reconoció su situación y se arrepintió de su pecado, Dios perdona su pecado, limpia y restaura. “Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado” (Isaías 6:6-7).

Inmediatamente, y como consecuencia de vivir en su presencia y estar limpio de pecado, Dios nos comisiona. “Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (Isaías 6:8a). No podemos permanecer en su presencia y no sentir a Dios comisionándonos a llevar las buenas nuevas, pero esto último requiere una decisión de parte nuestra… “Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí” (Isaías 6:8a). ARC

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